Esta semana fui testigo de algo que me dolió e inspiró. Mientras almorzaba con mi mamá en un restaurante chileno, una señora mayor, de entre 60 y 70 años, entró al lugar con mucha pena. Le preguntó al mesero si había algún trabajo disponible, explicando que sabía cocinar, limpiar y hacer cualquier tarea que se necesitara.
El mesero, con amabilidad, la dirigió a la dueña, quien lamentablemente le dijo que no tenían vacantes. Con resignación, la señora comenzó a retirarse, pero antes de salir, una clienta le regaló unas piezas de pan. Luego, un señor que estaba cerca la llamó, invitándola a sentarse y a pedir algo de comer, insistiendo en que él lo pagaría.
Aunque al principio la señora se negó por vergüenza, terminó aceptando. Entre lágrimas, comentó que en todos los lugares donde pedía trabajo, lo primero que le preguntaban era su edad, y que solo contrataban personas jóvenes. El señor pagó la cuenta y se despidió, mientras la señora agradecía profundamente el gesto y disfrutaba su comida con gratitud.
Este tipo de situaciones te obliga a valorar lo que tienes: comida diaria, agua, un lugar donde dormir y, sobre todo, un trabajo digno. Pero también invita a reflexionar sobre cómo la edad inevitablemente se convierte en una etiqueta que muchos usan para juzgar habilidades y conocimientos.
Por eso, sé de las personas que miran más allá de esas etiquetas. Da oportunidades basándote en el potencial y no en prejuicios. Y cuando seas tú quien sea juzgado por tu edad, mantente firme y demuestra tus habilidades de la manera que puedas. Solo si te muestras, otros podrán ver el valor que tienes y lo que puedes aportar a sus vidas y proyectos.
Como emprendedor, seguiré buscando maneras de generar oportunidades inclusivas y de alto impacto. Y desde donde estés, tú también puedes marcar la diferencia. No olvides que cada gesto cuenta, como el de ese hombre que, con un simple almuerzo, devolvió un poco de esperanza a alguien que solo buscaba una oportunidad para salir adelante.